viernes, 14 de noviembre de 2008

Sueño sobre blanco, por Rubén A Chababo


Contra todo lo que el lector pueda imaginar, esta primer novela de Walter Motto nada tiene que ver con el tango. O en todo caso, lo único que roza su cadencia es esa presencia constante que la mujer tiene en sus páginas. Pero no se trata de tango, dice el título, sino de milonga, que es otra cosa. Y en esta novela nadie baila nada y la única música que se escucha o se susurra desde la primera hasta la última página es la melodía que crea la nariz al snifar una raya de cocaína. La única milonga en verdad que puede hacer bailar a Mariana, que es la loca que pierde con su locura o enloquece a Juan que es quien vive con esa milonga a cuestas.
Y entramos así, de a poco, en esta historia. Juan, un dibujante, alguien que tiene en su cabeza y en sus sueños el proyecto total de poseer, por el trazo, a todas las mujeres. Está Juan y decimos está Mariana, la que milonguea todo el tiempo provocándolo en un juego de amor-odio que en verdad no es otra cosa que un amor apasionado, un amor total podemos decir, que Juan guarda o reserva para ella en una relación cercana al desquicio y la destrucción.


Las palabras

Juan es un tipo alucinado por la imágenes, las imágenes lo ocupan, lo viven. Juan habita en el misterio de las imágenes que sueña y que luego intenta poner en claro sobre el papel donde inscribe sus grafismos. Juan es alguien que sueña y que al despertar imagina que puede –nunca puede- llegar a traducir los evanescentes contornos del sueño sobre la página. Juan en verdad, es un romántico. Juan en verdad es un inocente, un pobre crédulo al que las palabras y las imágenes viven engañando porque él no hace otra cosa que confundir el sueño con la verdad y lo que imagina con lo cierto. Juan está habitado de imágenes y habitado también de palabras que “como pesadas nubes de verano, como vientos de letras que forman lluvias de letras”, pasan por su cabeza formando frases e idiomas nuevos.

“A veces Juan se imagina un largo tendedero de palabras, palabras colgadas con broches de ropa, palabras que están agarradas a algún lugar, palabras que flamean y ondulan, que se hacen irregulares, oníricas, que se convierten en palabras sinuosas que adquieren otra lógica, que se sacuden con el viento y que de tanto sacudirse se convierten en otras palabras. Las palabras que Juan sueña son palabras migrantes, porque traen, como las ropas gastadas de aquellos sonidos que de tanto renglón y tanta mancha se han ido deshilachando. Son palabras que vienen, que acaban de cruzar el desierto y se dirigen a la cabeza de Juan, pero que como está un poco desierta, siguen de largo. Y entonces, a veces, como si se tratara de palabras camello beben un poco de agua y se detienen, beben un poco de agua de la cabeza de Juan y después continúan con su curso, con su viaje, desierto abajo”.
Eso dice el narrador que le sucede a Juan, pero el lector puede negarlo, puede decir que no es así. Porque la cabeza de Juan nunca está vacía como un desierto, es lo contrario a él. Su cabeza es una selva cargada de imágenes femeninas en las que se juntan y dialogan desde el rostro poco beato de Santa Teresa acuñado eróticamente por George Bataille hasta el de las más desprolijas mujeres de la calle. Todo cabe en su cabeza y en su imaginación.
Todo entra en ese libro total que Juan sueña con hacer y que de a poco va construyendo y de a poco destruyendo, ese libro que el Narigón, su socio, le incita a escribir y que él nunca puede concluir, porque alcanzar ese trazo final, ese trazo que toque y defina a la mujer que es todas las mujeres, implica acaso tocar los bordes de la muerte.
Juan mezcla todo en su cabeza. Mezcla de sintaxis, lógica, imágenes, idiomas, todas las formas de todos los cuerpos femeninos. Nunca se le mezcla al cuerpo de Mariana, la loca por la milonga.
Pero cuál es el dilema de Juan?. Su dilema es haber poseído a muchas mujeres pero no poder saber aún, qué es lo que ellas son. Por eso las rastrea, las busca, las persigue, a través del contorno de sus dibujos. Las piensa con tinta y las piensa en papel, tratando de comprender una esencia de ellas que se le escapa y se le vuelve evanescente, como el polvillo de cocaína en la nariz de Mariana, que dura un rato, sólo un rato. Juan persigue una definición de mujer, una forma de mujer. Un sosiego que no tiene, eso es o que Juan anhela: poder atrapar, aunque sólo sea miserablemente, un vacilante contorno de mujer, y que ese contorno logre perdurar un segundo más que la existencia de un rayo.

Dios
Por eso el narrador de esta novela dice que Juan dibuja como Dios, no porque lo que él dibuja sea divino, sino porque en la cabeza de Juan, como en la de Dios, habitan todas las mujeres, mujeres de todas las razas, de todas las costumbres, de todos los orígenes. Juan tiene un repertorio de mujeres en su cabeza que luego del sueño expulsa sobre la página blanca de sus bocetos.
Juan es un loco, alguien que ha enloquecido en el camino de búsqueda de una respuesta. Juan está loco porque no puede atrapar lo que busca y porque cuando cree que lo ha alcanzado, con su dibujo, con su trazo, en el papel, con su imaginación, ya se le escapa de las manos y se pierde en otro sueño traducido en un nuevo boceto.
“A veces uno come con los ojos. También por ellos puede morir”, nos dice el narrador. Juan es alguien que come y muere por los ojos. Hostigado por las imágenes, es una versión en historieta de un Funes decadente. El otro acosado por el peso de la memoria, éste, amenazado de tanta imagen y tanto ensueño femenino. No puede descansar, no puede dejar de dibujar como el otro de recordar.

El narrador
Hay, además de la historia, un costado de esta novela que es sumamente particular, casi un hallazgo por parte de Walter. Y ese hallazgo no es otro que el modo en el que el narrador se instala como testigo de la historia de Juan. ¿Quién es el narrador de esta novela?. Uno podría decir nadie, y eso es imposible. No existe ausencia de narrador cuando hay alguien que narra una historia. Pero este narrador es casi invisible y a la vez tiene una presencia contundente, casi matérica. Un narrador que a medias es nadie y a medias es una parte de Juan, un doble suyo, alguien que vive con él la historia y que se desvive por los horrores y por la locura que lo arrastra.
Dice el narrador: “Yo sentía muchas veces que las historias que vivía Juan eran parte de mi historia”, pero no aclara nunca su lugar en la historia. Casi fantasmático, al igual que los enanitos que confunden el camino de Juan, guían parte de su destino, lo enloquecen, lo ordenan, lo dispersan, lo llaman al orden, todo eso al mismo tiempo. Juan es alguien que está atado a las voces estridentes de la locura. Juan es un dibujante que lo único que sabe es que la única forma de enfrentar su deriva completa hacia la locura es seguir dibujando formas de mujer sobre las hojas en blanco que están a su alcance. Dibujarlas a pesar de su locura o en todo caso empujado por la locura, su locura y la de aquellos que lo rodean. La de Mariana entre otras, la de Mariana y su afición por la milonga.


El traductor de sueños
“Pedacitos de sueño que se acomodan al dibujo, negativos de originales que Juan intentaba pasar al positivo, al despertar”. Lo visto en el sueño hace su pasaje a la piel del mundo. Ese es el empeño de Juan y acaso haya que verlo, más que como un mero dibujante atrapado en los bordes de la psicosis, como un traductor de sueños. Porque Juan es eso, alguien que vive traduciendo las formas de la noche sobre la superficie blanca de las páginas que ocupan sus mesas y sus escritorios. Lo que se vive en la noche puede ser visto a través de sus dibujos y de ese modo, Juan se convierte en el propio intérprete de sus sueños nocturnos atravesados por imágenes fugaces y femeninas que luego lleva con impaciencia a sus trazos. Trazos superpuestos en busca de esa definición que se le escapa, como los sueños que en la novela nunca se sabe dónde comienzan, dónde terminan, si son parte del mundo real o del mundo imaginario, si son parte de un delirio o si ellos enuncian, desde su confusión, el peso de lo real que es el mundo en el que Juan y Mariana viven.

Blanco
Me gusta pensar esta novela sobre la imagen del color blanco. El blanco es el centro que como un motor la impulsa, llevándola hacia delante. Me refiero a lo blanco que Mariana no deja de ponerse en la nariz, a lo blanco que la hace andar, provocar, seducir, ser la musa inspiradora de Juan. Sin el blanco, sin la milonga, Mariana, se confunde con cualquiera de todas las mujeres. El blanco de las líneas de lagarto sembradas sobre la mesa donde Mariana aspira como si fuera una poderosa versión femenina de Scarface. Pero también el blanco que Juan conjura todas las mañanas, el blanco de las láminas que intenta llenar, cubrir, recorrer de imágenes. Los dos personajes habitando el corazón de un color y en torno al cual construyen sus imaginarios, sus derroteros en torno a los bordes de la locura. El blanco de la milonga por momentos es el mismo blanco de las láminas sobre las que Juan dibuja, un impulso, el motor, la marcha que le permite estar vivo. Sin la milonga, Mariana deja de ser Mariana. Sin la página blanca, Juan no vive, enloquece y muere. Por eso, Juan y la Loca por la milonga más que la historia de un dibujante que no puede dejar de dibujar, es la historia de alguien que intenta, de manera imposible, alucinada, llenar un vacío sin saber que ese vacío blanco que para él tiene la forma y los contornos de todas las mujeres del universo, es a la vez un vacío imposible de llenar, una empresa condenada desde su origen al más absoluto de los fracasos. Por eso la muerte acecha al final mostrando su mueca, poniendo el límite que la locura anuncia en su cabeza en la desaforada marcha detrás de las imágenes.
Juan es la historia de un dibujante, es la historia del amor por esas imágenes, es la historia de alguien que sueña que esas imágenes pueden atraparse, es la historia de cómo esas imágenes huyen y de cómo su huida es el motivo de la novela. Juan y la loca por la milonga es entonces más que una historia de amor, la historia de una búsqueda.
Y al fin de cuentas que historia de amor, de locura o de muerte, no es en definitiva, la historia de una búsqueda por atrapar los contornos siempre evanescentes de lo imposible?.
Walter en esta novela, habla de todo esto. Y para narrar los contornos de esa búsqueda, para decir esa imposibilidad, es que fue escrita Juan y la loca por la milonga. Quien quiera llegar al centro de su blanco, quien quiera develar el misterio de esa búsqueda, deberá leerla y atravesar el corazón de su historia.
Eso es todo.



Revista "Los Inrockuptibles", por Juan José Becerra



Juan y la loca por la milonga, de Walter Motto, es la historia de un dibujante que a través de una secuencia de ilustraciones estimuladas por la misma idea -la de fijar lo móvil como lo femenino se fija en la Gradiva-, intenta darle forma a la mujer. No es un copista del mundo natural, ni un epígono ebrio del arte figurativo, sino un hombre desquiciado por el ideal de traducir la mujer a algún lenguaje que la resuma.
Pero el dibujo, la palabra o la lógica, son sistemas que no la representan, y es sólo la experiencia personal del amante -su dolor físico, la impotencia de su saber esclavizado por la histeria de la amada- aquello que lo acerca a un umbral de conocimiento que es, a mismo tiempo, el umbral de la locura. Como si en el fondo cualquier ilustración (o cualquier concepto) de aquello que llaman lo femenino terminara en El origen del mundo, de Courbet (el fragmento de un cuerpo con un agujero negro), Juan escribe y dibuja El libro de las mujeres que desaparece como fracaso de su vehemente deseo de interpretación y del lazo retorcido que lo une a su pareja.
Entre un hombre y una mujer, entre la amada y el amante, no debe haber nada. Esa es la certeza que invade a la Loca en una crisis de celos y revelaciones, un mandato destructivo que la obliga a deshacer el libro todavía inconcluso de Juan, quien despojado de su obra -de su corpus- va de una oficina policial a un pabellón psiquiátrico, para entregarse casi literalmente a la naturaleza y que lo parta un rayo. Motto narra su novela en un estilo de dispersión inherente a su héroe, en fragmentos epigramáticos o salmos que construyen la abundancia de su sentido y la irrigación incesante de sus pistas falsas. El sueño y la vigilia, las drogas y el alcohol como espacios de tránsito de la identidad extraviada, son los planos en los que las historias se desplazan a sus anchas y se filtran entre sí como napas tóxicas de un lenguaje que se arraiga en Sigmund Freud, cierta cadena surrealista, la barra brava de Boca Juniors y un tono argentino que lo impregna todo. “No sé”, comienza la novela de Walter Motto, y ese principio de ignorancia es una propuesta de incredulidad que el narrador traslada a su historia como un arma de doble filo.
¿Qué idioma puede decir de sí mismo, y de aquello que observa, algo que lo diga todo? En Juan y la loca por la milonga, la duda es la condición del relato y de la historia. No saber es, en realidad, saber algo acerca de los bueyes con que ara la literatura, y esa divisa de tener a la duda por certeza es lo que le da a la novela -ya no como objeto particular, sino como género- su toque de distinción.

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